Acto I
Yo tengo mamá y papá, pero la orfandad la llevo
tatuada en los huesos.
Mujer de 35 años, dos hijos, divorciada. Me
preguntas si soy feliz, si lo soy de ciertas maneras, en otras todavía llevo
los ojos tristes, la mirada perdida, la sonrisa distante.
Cuando era pequeña mi papa era como mi súper
héroe, no había mejor persona en el mundo y nos llevábamos muy bien, al menos
en ese tiempo. Los padres tienden a preferir a los hijos que ejemplifican mejor
las características que deseamos en las personas, yo era muy buena estudiante y
al parecer tenía una pequeña encantadora personalidad, pero que te prefieran no
siempre es bueno, algunos dicen que ayuda a crecer la autoestima, yo creo que
ayuda a crecer el sentimiento de querer estar siempre satisfaciendo a los
demás, te vuelve adicto a los aplausos, andas siempre anímico de amor y es que
te enseñan a que te quieran, no a quererte y el problema es que así te quedas,
mendigando amor por todos lados, y así
te vas dando de golpes con la vida, y luego que te maten, mates, te
violen, te pisoteen la dignidad, muerdas el suelo, respires el miedo y cuando
ya no tengas nada que perder, te sintas el alma y por primera vez sintas como
te entra el aire por los pulmones, ames la vida y te tires sin paracaídas por
el abismo del tiempo, disfrutando el paisaje.
Te voy a contar mi historia, al menos la que he
vivido hasta ahora, de donde vengo y de la sangre que me hizo la que soy ahora.
Mis papas al ver mi ánimo por el estudio me
pusieron de muy pequeña a la escuela, a mí me encantaba, sin tomar en
consideración el fatídico día de kínder en la escuela San Vicente Flores, la
del Barrio la Guardia claro, cuando una
niña me metió un lápiz en el ojo, ese día sino me gusto, cuando estaba en
primer grado, en la que era mi tercera escuela, me pasaron de un grado a otro,
porque ya sabía leer, recuerdo que me subieron en un banco de madera y me
pusieron a leer frente a mis compañeros de clase, aquellos pequeños simples
mortales ante la grandiosidad de una niña de pelo dorado que ya podía leer, me
sentía como una diosa, vaya a ver como la vida me cobro la vanidad, tenía 6
años.
Mis papas aceptaron, la niña prodigio de la
Escuela Sagrado Corazón , 6 años, Segundo grado, sino fuera porque estamos un
país tercermundista ¨con nombre de abismo¨ aun me sentiría orgullosa, lo que si
tenemos que atribuirle a Don Leonel, es que desde muy pequeños nos incentivó el
pensamiento creativo, nos ponía con mi hermano Rafael a escribir cuentos, nos
contaba historias, claro que esto fue cuando éramos muy pequeños, las cosas
eran más sencillas, y cuando las cosas son más sencillas por lo general hay más
amor.
De la
Sagrado Corazón me acuerdo el día que una compañera llevo de merienda pescado,
yo creo que para esa edad nunca le había visto la cabeza a un pescado, fue algo
asqueroso. Me pregunto por qué eligen nombres de santo para todo, Arroz San
Juan, Escuela San Mateo, Universidad Jesús de Nazaret, llevamos el estigma
religioso en el bulbo raquídeo. De cualquier modo, esta serie de eventos me
llevan a contarles cómo me aprendí las tablas de multiplicación a los siete
años, cuando estaba en mi cuarta escuela, la Escuela Nacional.
Como todos saben tercer grado, es el grado
difícil, y las tablas de multiplicación son como un Voldermort, la maestra de
grado, la señora Serafina de Baca, al
parecer había tenido una acalorada discusión con mi papa acerca de mi
incapacidad para aprenderme las tablas, además de mi falta de preparación para
cursar el tercer grado, tal comentario había herido un ego del tamaño de un
elefante y aunque el tema trataba de mi falta de preparación, mi padre se lo
tomo personal, ese día por la noche llego muy molesto y al principio me pidió
que me las aprendiera todas, cuando luego me empezó a preguntar y me
equivocaba, me golpeaba, tres por tres, cuatro por cinco, nueve por ocho, error
equivalía a golpe, estaba aterrorizada, estábamos afuera de la casa pero por la
puerta que daba al patio, el patio donde inició el negocio familia y donde para
ese tiempo ya estaba la pequeña casa de madera donde se vendían juguetes y
confites para piñata, mi mama estaba ahí, frente a nosotros, atendiendo a un
cliente, claro a puerta cerrada, pero yo creo que sí pudo haberme escuchado
llorar, pero no hizo nada, error equivalía a golpe, y luego los golpes fueron
con un palo de madera, que tenía un clavo, todavía tengo la cicatriz en mi
pierna izquierda, esa no me duele, de esa rara vez me acuerdo, pero los gritos
esos los llevo pegados en el alma, la mirada indiferente de mi madre, talvez por miedo, esa también la llevo en el alma, como se le puede causar tanto daño,
siete años, yo tenía siete años. Ya no me da miedo decirlo, mi papa fue una
bestia y en muchas ocasiones la violencia física o verbal fue su biblia.
El tiempo pasa pronto, los eventos se disipan,
para hay recuerdos pesados, que parecen que llevasen siglos en la memoria, que,
aunque no te tocan, te duelen como dolores de parto y te hacen querer llorar.
Pero todo pasa, he querido escribir este libro porque si alguien lo lee y pasó
o pasa por esto, puede saber que no está solo, que la vida es como un cuento y
al final si no te gusta cómo va, llega momento en que te pasan el lápiz y la podes
reescribir a tu gusto.
Comentarios
Publicar un comentario